"Son las cinco de la mañana y juro que no te echo de menos"
(Antonio Lobo Antunes)
Ella siempre tuvo buena memoria. Recuerda hasta los mínimos detalles y los retrata en un cuadro de preciosas pinceladas. Por eso, cuando me dijo que tenía una historia para contarme, en estos días de calor, preparé mi termo para tereré con más hielo que agua y cargué el mate con yerba paraguaya saborizada.
Créanme, no había nada más exquisito y refrescante para este día que escucharla hablar de él. O era de ella misma?
O se habrá tratado de otra cosa?
Dio el primer sorbo para refrescar la voz.
Si le preguntan, la van a ver sonreír cuando dice que la primera vez que tomó sus manos para aceptar su invitación a bailar sintió su cercanía tan cargada del magnetismo del piel con piel, que cuando él apretaba sus labios se le marcaba una cicatriz. Cicatriz que quedó desdibujada en esa versión libre de un beso de Klimt.
Besos reversionados a la espera derretida en el bolsillo en una otra noche en la que el rayo del sol, curioso, asomaba revoloteando sinuosamente en las cortinas y dibujaba cuerpos entrelazados en una caminata apresurada hasta el octavo piso por ascensor.
Y si la dejan, entre tereré y tereré, ella los va refrescar contándoles las curiosas formas que fue encontrando surcando una constelación que estallaba de hombro a hombro, dejándole algunas pecas entre los dedos. Dedos que relamió complacida de un sabor agridulce de cebollas y mangos y con aroma al café de un mañana en la que el cielo, con un aguacero de invierno, los despidió alegres para reencontrarlos agitados en los mediodías de varios domingos más donde el mate que calentaba su garganta de voz grave describía los rasgos más particulares de cada uno de sus hermanos.
Si le preguntan, ella les va a cantar con suaves estrofas las canciones en portugués que quedaron marcadas en los surcos del parquet del living, donde se dibujan las trazas de una partida demorada en abrazos de fundición. Y hubo otros, miles de detalles que se guardó para sí en una mirada que intentó capturar aquello que no se entendía.
Si le piden que les cuente, se le va escapar una lágrima por las comisuras de los ojos cuando incline la cabeza para señalar con la vista lo inalcanzable del murallón que se levantó de repente en un gesto irreconocible, (irreconocido para él) de arrogante indiferencia.
No creo que necesiten preguntarle de qué lado del muro quedaron esos detalles.
Yo no les puedo contar más, porque mi memoria no es tan amorosa.
Pero pregúntenle y ella va a decirles el lugar exacto donde ha quedado el posavasos de cartón de tanguería de julio que tiene las marcas de un trago inolvidable.
Y si acaso lo ven a él (y si pueden reconocerlo a partir del retrato que ella hizo), no crean que no quiere responder cuando le pregunten. Es que simplemente él no recordará nada, aún cuando su memoria es impecable.
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